martes, 7 de agosto de 2018

Alem Tena - Bulbulla 80 Km




Durante la noche había oído llover mientras dormía. Ya he dicho anteriormente que los días que me llovió en el Sur fueron siempre de noche, menos uno en que lo hizo por el día. Y ese día lluvioso fue  el de mi salida de Alem Tena. Día que también me depararía la sorpresa de un mercado inesperado al final de la jornada, el maravilloso y colorido mercado de la población de Bulbulla


Cuando me levanté preparé mi bicicleta y me tomé una barrita energética para desayunar. Esta era mi costumbre. Luego, después de pedalear de una hora a dos horas, paraba a tomar algo más contundente.
Como seguía lloviendo me puse mi pantalón chubasquero y la parte de arriba del mismo. Llevaba también unos escarpines finos contra la lluvia. Eran finos para no asarme, porque aunque lloviera seguía haciendo calor y no era cuestión de asarse los pies.

Salí de Alem Tena con una buena tromba de agua mientras algunos del pueblo miraban como me preparaba.
Después de pedalear unos kilómetros me paré a hacer una fotos a unos pájaros amarillos que habían hecho sus nidos colgantes en un árbol que bordeaba la carretera. En principio vi sólo uno pero luego me di cuenta de que el árbol estaba lleno. Eran de la especie Citril africano. Estos tuve oportunidad de verlos mucho más cerca en Uganda. Ya que allí se posaban en las mesas de los comensales de algunos restaurantes de los Parques Nacionales. Estos de Etiopía parecían más cautos y entendía  el por qué, ya que el trato a los animales en Etiopía es bastante salvaje en general.


Justo antes de empezar el lago Ziway  paré en la población de Meki. Sólo llevaba 25 kilómetros pero tenía bastante hambre.
Hice un descanso en una especie de bar justo al lado de la carretera. Allí servían comidas y vi que los platos de espagueti tenían una pinta estupenda. Pedí uno a la boloñesa, una botella de agua y otra de zumo de mango. No llego a 6 Birr el precio, menos de tres Euros. Todavía estaba demasiado al Norte como para que la comida dejara de ser medio decente.
Mientras comía  observé que el resto de mesas estaba ocupado por ciudadanos locales que me miraban con curiosidad. Sobre todo miraban mi bicicleta con alforjas rojas aparcada al lado de la mesa. Hacían comentarios y se arrimaban a verla. Allí los frenos de disco no existen y sus bicicletas son bastante rudimentarias. Así que la mía que tampoco era nada del otro mundo les pareció un superbolido colorido. Además en las alforjas delanteras, más pequeñas y negras tenía una pegatina bastante llamativa de Ethiopia.
Suficientes cosas para llamar la atención. En ese momento ya había dejado de llover y lucía el sol. Así que los chubasqueros habían desaparecido de mi cuerpo y solo llevaba los escarpines encima de las zapatillas, que no me había quitado porque eran un engorro al hacerlo. Una vez asegurado que no iba a llover más, me los quité.
















Seguí pedaleando bordeando el lago pero lo veía muy lejano. Cuando estás en casa mirando el mapa da la sensación de que pasas al lado y sin embargo la carretera pasa a varios kilómetros de él.
Hice un intento de llegar a sus orillas por un camino de tierra, pero lo descarté a los dos kilómetros de recorrido ya que había mucha rama suelta de acacia africana y temí pinchar de nuevo.
Llevaba parches y cuatro cámaras de repuesto pero ya conté anteriormente que en mis primeros días se me fastidiaron dos.
En mi viaje por Bolivia y Perú no pinché ni una vez y aquí antes de partir ya perdí una cámara. En el hotel me estalló una al hincharla, supongo que estaría en mal estado. La otra  sufrió un pinchazo al lanzarme uno niño un alambre con una especie de tirachinas. Pero esto último todavía no lo había vivido. Aun así perder una cámara el primer día no era buen presagio.
Así que en el siguiente pueblo intentaría conseguir una, ya que en Meki no hubo manera.


Pasé algo más cerca del lago cuanto atravesé un población llamada Ziway, igual que el lago.
Mi viaje consistía en travesar grandes extensiones de campo y naturaleza y de vez en cuando algún pueblo.
 Tuve ocasión de hablar con mucha gente en el camino. Me enteré que la cámara de la rueda la llamaban algo así como comandaile. Por lo menos ya sabía como pedirla.

Más adelante me pararon una familia egipcia que venía en coche atravesando África de Norte a Sur. Ellos estaban asombrados de que fuera hacia el Sur en bicicleta. Pero el pedalear no era lo más duro de mi viaje. Muchas veces eran las hordas de niños que salían a saludarte o a veces a tirarte alguna piedra. No tuve muchas de estas últimas pero si alguna donde  había que ponerse serio.

En una parte del recorrido donde la carretera se arrimaba más al lago Ziway, me paré al ver una chozas de adobe  y paja con niños jugando. Me baje de la bici y atravesé al cerca de acacia que siempre está a lo largo de toda la carretera. Ya dije antes que no hay nada adyacente a la carretera libre de colonizar, ya que cuanto más cerca de la carretera vivas, antes coges transporte, que consistía en los famosos coches colectivos. En Etiopía apenas hay transporte público y este no para en cualquier parte.
Entré en la parcela de las chozas y fui bien recibido pos unas niñas primero y unas mujeres mayores después. Allí andaban ellas  desgranado mazorcas en un gran recipiente que era como un plato metálico de un metro de diámetro . Estuve un buen rato con esas familias y les di alguna barrita energética a los niños y algunas monedas a los mayores. Antes se habían dejado retratar sin pedirme nada a cambio.
La niñas más mayores tenían en brazos a los más pequeños a los que cuidaban con esmero y una madurez admirable.










La parte de atrás de las chozas estaban llenas de cultivos de mazorca y algunos otros que no identifiqué. Agricultura de subsistencia pura y dura. Se come lo que s cosecha y se vende el poco excedente que queda. Al lado de las chozas había una planta de flores fucsia preciosas parecida a la buganvilla. Esta adornada las casas  que estaban dispuestas en semicírculo mirando a una pequeña ,plaza central donde se hacían las faenas finales de agricultura, como retirar el grano de las mazorcas.
En una especie de alfombra tendían un saco de rafia lleno de mazorcas y una mujer separaba la hoja seca de la misma y la mazorca pasaba limpia al plato metálico. Aquí otra mujer desgranaba la mazorca y solo quedaba grano en el plato.
La mujer más mayor que supongo sería la abuela de alguno de los niños, tenía unas cataratas tremendas en sus dos ojos. Lo que en otros sitios es una operación de minutos aquí es un ceguera  progresiva.
Sé que hay médicos que se dedican en África operar in situ y devolver calidad de vida a esta gente. Pero África es muy grande y no tendrá esa suerte esta buena mujer.

Me despedí de ellos entre risas de las niñas que eran mayoría y continué mi destino hacia el Sur.

Seguí pedaleando  con algo de cansancio ya. No había hecho muchísimos kilómetros pero sí había parado a curiosear muchas veces. Otras paradas eran para  comer o reponer fuerzas. Todo era tan diferente y fantástico que me asombraba a cada metro.


Por fin llegué a  Bulbulla donde decidí que me quedaría, todavía quedaban tres horas de luz ya que allí anochecía sobre la 7 de la tarde. Había pedaleado 80 kilómetros ese día sin prisas y disfrutando de la gente.
Antes de entrar a Bulbulla  me detuve en un puente sobre el que cruzaba la carretera. Atravesaba el lecho  casi seco de un río que conectaba el lago Ziway con el lago Abijata.
Paré un momento antes de cruzar el puente, ya que justamente en esa parte la erosión del río hablaba de las grandes lluvias que puede caer aquí en épocas húmedas. Era un especie de barranco de barro erosionado por grandes torrentes.


Cuando llegué a Bulbulla estuve buscando alojamiento y al final me quede en  una especie de hostal regentado por musulmanes. La habitación tenía cuarto de baño  y televisión y una cama con mosquitera, todo por 100 Birr, entonces 4 euros.
La habitaciones estaban en una especie de edificaciones bajas que rodeaban un terreno arenoso a modo de plaza. Para entrar había que atravesar una gran puerta de hierro y una zona donde se servían algo de comida y cervezas, vamos una especie de bar. Estaba bien ya que las habitaciones quedaban a refugio de la calle.
Me duché con agua fría y después estuve tomándome una cervezas bien heladas con un trió de Bulbullenios que ya llevaban unas cuantas. Como siempre, todos los botellines encima de las mesas para ser contados al final por el camarero.  Me pedí una Cold Gold que estaba buenísima y estuve un rato riéndome con los etíopes.

Le dije a una mujer cocinera que me preparara una tortilla pero no tenían huevos, así  que salí a ver si encontraba un lugar donde me hicieran una tortilla pero no hubo manera. No había huevos y solo encontré pan y fruta.
Al volver al bar del hospedaje decidí sacar una de mis bolsas de arroz liofilizadas. Le dije a la mujer como se preparaba y al cabo de un rato me trajo el cuenco de arroz a la parmesana que me supo a gloria. Creo que era menos de lo que el contenido del sobre tenía pero no me importó. Si la mujer decidió quedarse con una parte seguro que alguien los disfruto. Además era una ración muy grande. Me la tome con otra cerveza.











El mercado de Bulbulla

Después salí a dar una vuelta y respirar las calles de Bulbulla. Un paseo que me reservaba una sorpresa maravillosa.
Según iba callejeando por la calle principal iba haciendo fotos mientras escuchaba a mi paso "you you" o farangi.
A los etíopes de Bulbula les chocaba que yo no me sobresaltara. Y no es sólo que no me amedrentara, es que además me paraba con todo el mundo a hablar, hacer fotos o simplemente les contestaba farangi you.
Al llegar a un cruce vi que algunas bicicletas y carros con borricos salían de la derecha y pude ver lo que era el comienzo de un mercado callejero.
Resultó un mercado lleno de matices y caras fascinantes. Allí se vendía de todo desde paja para el ganado hasta patatas, cebollas,  legumbres, algunas bebidas y verduras.
Cada puesto era especial  y eran atendidos casi exclusivamente por mujeres que vendían lo que habían cultivado. Muchas estaban acompañadas por niños pequeños que me miraban extrañados al ser un farangi.
En un lado donde se vendían bebidas y parecía que había más movimiento, unos jóvenes jugaban al pimpón.
Las primeras fotos que tiré armaron un jolgorio momentáneo ya que el farangi cámara en mano iba disparando sin rubor. Por  ello algunas mujeres se sorprendieron y reían a carcajadas, lo que pronto atrajo las miradas de los demás.
Al principio no estaban por la labor de que les hiciera fotos, pero cuando una decidió posar para mí fue como si se abrieran la puertas. Todas se dejaban fotografiar y posaban con sus mejores caras para mí. Luego un joven apuesto que se sentía como tal insistió para que le hiciera la foto a él. Así que aproveche para hacerle un buen retrato.
Una mujer que tiraba de su borrico con un carro, poso majestuosa para mi después. Y a partir de ahí todo fue fácil pero lleno de sonrisas y risotadas.
Según iba haciendo fotos iba teniendo un grupo de niños detrás de mi que seguían mi recorrido divertidos.
Una mujer con su niño me permitió fotografiarla con el pequeño en sus brazos y me concedió una sonrisa maravillosa. Realmente había mujeres muy guapas.
El mercado estaba resguardado entre grandes acacias africanas que hacían de él un lugar más bonito a pesar de que los puestos principales fueran de madera y palos. Otros simplemente dejaban su mercancía en telas que extendían en el suelo.

Un grupo de mujeres sonreían mientras comían su ración de injera. En el puesto de al lado una mujer vendía patatas y otros tubérculos que no reconocí. A su lado una bellísima mujer vendía lentejas. Vestía de una manera moderna y tradicional a la vez y llevaba un pañuelo al pelo de preciosos colores con predominio de amarillo albero. Me interesé por fotografiarla y quería hacerle más de una foto, así que le ofrecí algunas monedas. Después de insistir conseguí que quisiera posar para mí. La cara era de una finura y belleza exquisita con unos ojos maravillosos de un color que nunca había visto en mi vida, entre azul celeste y agua marina.
Creo que si hubiera tenido que posar profesionalmente lo hubiera hecho mejor que cualquier modelo. Estaba segura de sí misma y de la imagen que transmitía, poderosa, fuerte orgullosa. Todo eso me decía con su mirada. Le di las gracias varas veces "amasaaguinalo"



































Seguí fotografiando este fantástico mercado entre vacas, cabras y burrillos, más mujeres y dos muchachos de unos veintitantos que se habían erigido en mis guardaespaldas para que no me molestaran los niños. No los necesitaba, pero no me importó y sabía que luego me tocaría agradecer su ayuda.

Un poco mas allá una mujer mayor desataba a su borrico del carro en un puesto donde vendían hierba fresca para el ganado en grandes sacos de rafia naranja.

La gente llegaba al mercado con sus mercancías cargadas en carros que eran tirados por un burro o varios. El burro en Etiopía es un animal muy útil y se ven muchísimos, ya sea para transportar mercancías o para llevar a personas.

Hice algunas fotos más entre una masa de niños ya muy numerosa, e incluso fotografié a mis acompañantes custodios antes de agradecer sus "esfuerzo" incluso a veces con demasiado tesón, ya que no dudaban en armar el brazo con una vara para apartar a los niños. Se quedó sólo en el armado porque no me hubiera gustado ver otra cosa. Pero vamos, se ve que están acostumbrados a varear de todo, incluido los animales a los que vi  por las carreteras y caminos en toda Etiopía. Les daban bien de palos para que obedecieran o corrieran más. Casi siempre con látigos que estaban formados por un palo y una extensión de goma  o caucho de rueda. Sonaban increíblemente y deberían de hacer un daño terrible.

Volví al hostal donde estaba mi habitación y al atravesar la puerta de metal de la entrada, todos los chiquillos se quedaron fuera. De allí no se pasaba ya que era una propiedad privada.

Me fui a la habitación y comprobé como estaba de seca la ropa que había lavado y tendido.

Me duché una segunda vez para refrescarme y luego me tumbé en la cama con mi saco.
A la vez que veía noticias locales en el minitelevisor, disfrutaba de un zumo de mango con unas  galletas que había comprado.
Mientras descansaba pensaba en el colorido y exótico del mercado. Si un mercado normal de un pueblo cualquiera era sí ¿cómo sería los de las tribus del Valle del Omo?








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