sábado, 14 de diciembre de 2019

Mercado de Lalibela, adios a Biet Ghiorgis





Mercado de Lalibela
Antes de desviarme hacia el mercado estuve viendo algunas de las casas típicas de Lalibela. Estaban hechas de barro y piedras a modo de ladrillos. Su forma era cilíndrica y su tejado de brezo seco. Encima tenían una vasija de cerámica por donde salía el humo de los fuegos interiores. El cilindro que formaban las paredes de la casa era de unos 5 metros de diámetro y la altura entre 4 y 5.
Una de esas casas se usada de escuela. Aunque los niños estudiaban al aire libre en ese momento, parecían separados por grupos de edad para aprender mejor.
Un poco más allá, en otra casa, una especie de monje adoctrinaba a otros niños, seguramente en la religión cristiana ortodoxa.
Seguí paseando entre las casas y vi que una tenía la fachada repleta de dibujos de un artista que a su vez estaba sentado a la puerta de la vivienda.
La casa era más baja que las anteriores pero su diámetro era de unos 6 metros. Los dibujos eran tipo naif y con motivos religiosos. Parecían destinados a vender a turistas.
Un poco más allá, me crucé con un hombre sentado en una piedra que parecía meditar. Quise hacerle una foto y no hubo problemas. La gente parecía estar en un estado espiritual y de paz que favorecían cualquier cosa que viniera del exterior. Incluso las fotos de farangis.








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Poco a poco tomé la dirección del mercado. Allí empecé a ver gente que vendía fruta o grano extendiendo la mercancía en telas o rafias que depositaban en el suelo.
Un puesto de palanganas de plástico coloridas estaba en el inicio del mercado.
Me crucé con muchas mujeres que venían de comprar algún producto. Una de ellas venía con su burro cargado. No era tarde pero parecía que el mercado estaba cerca de cerrar.  Luego supe que no era día de mercado y que esos días había mercancía a la venta pero en menor cantidad.
Pensé un momento en la a mujer del burro. Había llegado allí para vender su mercancía, ya que es típico que vengan gentes de otras zonas para vender sus productos de agricultura de subsistencia. Algunos viajan andando tres días para vender sus productos en Lalibela.
En la otra acera, Tres hombres descansaban sentados encima de unas piedras, uno llevaba un mono de trabajo puesto. Supongo que tendrían un rato para descansar en ese momento.
Seguí deambulando por el mercado y me topé con un puesto donde vendían ropa. Un hombre se afanaba en coser piezas con gran pericia.
Apenas quedaban puestos en la zona donde debería haber más gente. Cada puesto era un entramado de palos que ahora estaba vacío. Sólo algunas mujeres vendían sus tomates, lechugas o zanahorias. Algunas cabras se comían los restos de comida que había en el suelo.
Más tomates, cebollas y algunos tubérculos que no supe identificar, eran vendidos por mujeres acompañados de sus hijos pequeños.
Una mujer quiso posar para mi coquetamente y me dedico toda una serie de poses y muecas.
Una abuelita volvía cargada con un saco que podrían ser patatas o cualquier cosa. No sé qué tal le había ido vendiendo esa mañana.
Mientras, un poco más allá, un puesto era recogido por mujeres mientras una mula y dos burros las esperaban.
Justo al lado, un grupo de cinco mujeres aireaban granos de Teff, el cereal de la injera. Tenían recipientes de mimbre planos donde reposaba el grano. Este lo lanzaban al aire a la vez que soplaban. Era maravilloso contemplar algo tan simple y hermoso a la vez. En España se llamaba aventar cundo se tiraba la paja al aire después de trillar, para separar la paja del grano. Aquí supongo que se trataba de eliminar las últimas pajillas, ya que parecía bastante limpio el grano.
Como vi que apenas había gente y ya había recorrido todo el mercado, volví por la otra acera. Allí me encontré una chica de unos 14 años que lavaba la ropa en grandes barreños de plástico y metálicos. La espuma le llegaba casi hasta los codos y llevaba un pañuelo verde en la cabeza del mismo color que la humilde fachada de su casa.
Le hice toda una sesión de fotos ya que su cara y expresión eran preciosas, toda ella era encantadora. Parecía una especie de Cenicienta esperando a su príncipe.
Allí la dejé con su colada.































Un poco más allá tres mujeres limpiaban pimientos deshidratados sentadas en una gran tela. Era un gran trabajo, ya que separaban las semillas amarillas a mano y alguna parte más que no supe identificar. ¡Enorme esfuerzo repetitivo y enorme belleza de todas ellas haciendo esa labor!
Un pájaro rojo y otro marrón estaban en el suelo intentando comer algún resto de las sobras del mercado. En este pocas sobras. Era increíble la cantidad de pájaros coloridos que se veían allí. Era un Red-billed firefinch (lagonoctista senegala) que ya fotografié detalladamente en Uganda.
Otras aves daban cuenta de los pocos restos del mercado.
Más adelante un burro intentaba afanosamente montar a una burra en mitad del mercado, ahora casi vacío.
La gente recogía su mercancía y se preparaba para volver. Mas burros cargados iban y venían.
Según volvía hacia mi hotel, vi humo saliendo de las puertas de una casa. Una mujer de mediana edad con un vestido largo entre gris y marrón, estaba cocinando a las puertas de su hogar. En la escalera tenía tres recipientes metálicos. El de abajo tenía un agujero para meter leña que en ese momento estaba prendida. Otro recipiente iba encima y en la parte más alta el recipiente con comida.
La mujer removía una especie de puré dorado que caía mágicamente desde una enorme cuchara. Parecía una persona de una sencillez abrumadora y me sonreía mientras le hacia la foto.
Fui dejando el mercado y fueron apareciendo casas y niños a sus puertas. También alguna madre tendiendo la ropa en cuerdas.
Una mujer mayor salía de su casa con un plato rojo de plástico con algo de comida, un machete y una cara trabajada en mil labores.
Otra mujer amasaba algo que podría ser café en una piedra plana con otra piedra menor.
En la siguiente puerta, una especie de santón con turbante blanco y túnica del mismo color, bebía un brebaje en un vaso de calabaza. Estaba relajado con su cayado de madera sentado a las puertas de su casa.
El hombre me invito a tomar algo en el interior de la vivienda. Había varios hombres más dentro; era una especie de bar. Así que probé un poco de lo que me ofrecían con cierta precaución. No porque temiera que me envenenaran o durmieran, sino porque me intoxicaran sin querer. Aunque esto último era difícil ya que tenía un estomago curtido en mil batallas después de mi incursión por el Sur de Etiopía.
Uno de los hombres estaba descalzo y solo tenía una manta roja de vestimenta, otros dos jugaban a las cartas y otro fumaba. Mientras dos más observaban al farangi alucinados.
Me despedí y agradecido solté mi “amasaaguinalo” (gracias).













Seguí mi camino y me topé con un hombre afanado en coser unas telas. Un poco más allá un joven molía grano en un enorme mortero.
Cada movimiento por el mercado dejaba a un personaje expuesto para el turista. Todo era digno de verse y observarse detenidamente.
Después de ver el mercado y tomarme algo con los lugareños, me volví al hotel y me di una ducha. Poca ducha, ya que apenas salía agua en ese momento y encima estaba fría. Aunque lo segundo no me importaba.
Después de este pequeño descanso me fui a la parte de la plaza principal y me tomé una tortilla francesa con un café casi masticable pero muy bueno. Me pusieron pan con la tortilla. 30 Birr en total, un euro escaso.
Lo de la plaza principal es por decir algo. Era un sitio más abierto justo en la parte alta del pueblo.
Me fui al hotel y me dediqué a hablar con una rumana que llevaba por Etiopía 40 días en modo económico. Etiopía puede ser barato hasta para los rumanos.
Después de esa mañana de disfrute de la Lalibela espiritual y del mercado, me quedé en la habitación del hotel escribiendo cosas acerca de mi viaje. Estuve también viendo las fotos que había tomado ese día y otras de días anteriores. Aproveché también para enviar algunos mails (cuando el WF funcionaba) a Marga y los chicos.


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Adios a Biet Ghiorgis

Después de ese tiempo de descanso en el hotel, quise entrar en el recinto de las iglesias una vez más.
A eso de las 7 de la tarde y antes de que cerraran, fui por última vez a visitar San Jorge (Biet Ghiorgis), mi debilidad y la de cualquiera en esta población.
Pero antes me encontré con un hombre que cosía ropa en el camino hacia las iglesias. El hombre estaba afanado con su máquina de coser y parecía que hacía trabajos allí mismo.
Justo mi único pantalón corto tenía un desgarro. El hombre con gran habilidad cosió mi roto y añadió un forro por debajo de la rotura para que el arreglo fuera más consistente. En el rato que me arregló en pantalón me dejo una especie de pareo para taparme. Al cabo de un rato estaba rodeado de varios curiosos que miraban tanto el arreglo del pantalón como mi indumentaria en aquella ciudad santa. Le pagué lo que me pidió, que a mí me pareció baratísimo. Le dije que era un gran profesional. El hombre puso cara de orgulloso delante de todos los curiosos que había.

Proseguí mi incursión en mi última visita a San Jorge.
La tarde esta calimosa y la iglesia se dejaba ver sin sombras.










Llevaba dos días en Lalibela, y aunque mi entrada daba acceso para 4 días, en mi tercer día pensaba irme a ver otras maravillas de Etiopía.
Apenas tenía tiempo para ver el Norte y quería aprovechar el tiempo al máximo para ver algo más.
Pero antes quería despedirme de Biet Ghiorgis.
De todo el Norte, lo que más me impresiono fueron las cascadas del Nilo azul y las iglesias de Lalibela, sobre todo Biet Ghiorgis.
Lalibela no eran meras iglesias muertas. Allí se vivía la cristiandad con absoluto fervor. No estaban de adorno, aunque sólo como monumento fueran una maravilla casi inexplicable.
También dejaron huella en mi los monasterios del lago Tana que vería más adelante, pero en tercer lugar. Seguramente por el control tan pesetero que tenían para acceder a estos templos.
Todavía me quedaba por visitar los templos del lago Taná y  Góndar. Por eso era el momento perfecto para despedirme de  Lalibela.

Allí estaba sentado observando la cruz griega y la gente pasar. Ahora no había nadie rezando. Apenas había gente, lo que le confería a la iglesia una paz maravillosa.
Desde arriba veía como “gente pequeñita” vista desde lo alto del grandísimo foso, se quitaba el calzado para entrar, dejándolo en las escaleras de la entrada.
Quise entrar una última vez en su interior, así que me dirigí a la puerta principal.
Allí estaba el joven monje que me recibió con una sonrisa. Esta vez estaba también el mayor y les hice alguna foto más a cada uno. El joven me dijo que le diera dinero al mayor. Así que le di unos cuantos billetes de 10. El mayor dijo algo en anharabico y el joven tradujo algo así como que le diera dinero también a él. Así que cogí de la mano del mayor algunos de los billetes de 10 Birr y se los di al joven. Este empezó a reírse a carcajada limpia ante la cara seria del mayor. Lo hice con total inocencia pensando que el primer dinero que había dado por hacerles fotos era para los dos. Al tener que dar luego al otro repartí la cantidad. Debió de ser gracioso, no por el hecho en sí de repartir el dinero, sino por la cara de desconcierto del hombre mayor.
Terminé el día haciendo fotos con el trípode  desde la parte de abajo la iglesia de San Jorge. Mientras, veía pasar entrar y salir a los últimos turistas que parecían etíopes de otras zonas del país.






Era un lugar extraordinario y lleno de encanto. Subí a la parte de arriba para decir un último adiós a San George.
Aparecieron entonces dos niños que ya conocía del mercado y otros cruces por Lalibela.
Hablaron conmigo, me llamaban por mi nombre “Miange” (Miguel Ángel). Me dijeron que desde la parte alta de la montaña se tenía una visión de Lalibela mejor.
Así que subí con ellos a esa parte alta. Arriba había parejas y grupos de jóvenes.
No me defraudo la vista verde y hermosa de la montaña y justo debajo la población de Lalibela. Pero lo que más me sorprendió fueron las construcciones que formaban las diferentes casas de arquitectura típica de Lalibela. Eran las mismas que había observado durante mi camino al mercado.
Las había visto desde abajo, pero no sabía que eran tantas. Allí estaban diseminadas por la ladera todas las construcciones de barro con forma de cilindro y techo de  brezo y madera. Desde lo alto de la montaña parecían armonizarse con el verde de la vegetación.
Mereció la pena la subida.

















Luego, mientras hacía fotos, los niños se pusieron a jugar al Mancala o Wari,  el juego de la piedrecitas y casillas que había visto por primera vez en Turmi. Sólo que, en vez de tener un recipiente de madera para las piedras, el recipiente eran unas oquedades esculpidas en la propia piedra del suelo. ¡Fantástico!
Hice alguna foto desde arriba y me despedí de los niños.
Bajé a hacia el hotel y parecía que estaba a punto de llover. Intenté comprar un chubasquero en algunos de los puestos cercanos a la entrada del recinto de las iglesias, pero de 50 dólares no bajaban, así que lo deje para otra ocasión.
Me fui a cenar y luego al hotel, ya que al día siguiente tomaría tempranísimo el primer autobús hacia Gashena.



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